Expulsado, El Verme: Los Dioses Deben Estar Muertos
Cuando entré en aquella oscuridad, las papilas gustativas fueron la indicación segura de que ese sería mi lugar definitivo. Finalmente iba a poner mis garras en un lugar que sería mío, después de tanto ir y venir por los aires y charcos de agua. Salivar es un buen comienzo, alimentarme es un buen medio y permanecer es un buen fin. Yo estaba comenzando donde todos quieren acabar: en el cielo.
Durante muchos meses, enfrenté batallas. La consecuencia inmediata de la adrenalina y de la excitación era un exceso nocivo de jugo gástrico, pero era eso que, sin querer, me daba fuerzas. De esa guerra divertida, la supervivencia era un factor revelador de que estaría allí por mucho tiempo. Crecí de tal modo que permanecer parecía ser la mejor opción. Otros abandonaron la lucha o sucumbieron donde yo ganaba densidad y tamaño. Yo estaba de tal modo tan a gusto, que jamás imaginé que un día yo tendría que encontrar otro lugar para vivir: estaba en buena compañía, era un buen quiste, era una simbiosis incómoda, era parte del organismo, era yo mismo.
El ángel de luz surgió e iluminó nuestra vida pacífica.
El imponderable ángel vino a salvar al organismo de la complacencia. Mis garras afiladas no eran armas, pero el ángel vino a robar mi espacio de vida. Para el ángel, la luz era sólo diversión, pero para mí, era una lucha que podía significar mi eliminación.
El ángel sonrió hacia mí mientras tocaba a mis amigos con su voz bondadosa y su aliento de azufre. Su cola se movía y cada compañero que tumbaba era como un pedazo que era arrancado de mí. Mis anillos fueron lanzados hacia afuera. Ángel astuto que se dirigía contra nosotros moviendo láminas invisibles y clavándonos sus lanzas, causaba un bienestar de indiferencia. Tal indiferencia era tan extraña, que el organismo podría pensar que difícilmente habría estado mejor.
Partes de mí cayendo y siendo digeridas como alimento. En las paredes procuré mi apoyo, pero ellas no estaban ahí para sujetarme, como yo pensaba que estarían. Estaban ahí para absorber el alimento que yo robaba de los dioses. Las paredes no tienen oídos.
Los dioses no me ayudaron: ¿es que yo no tenía la fuerza y el respeto que pensaba merecer?
Me levanté para reaccionar y mis garras fueron envueltas en fuego. Yo estaba fluctuando como nunca antes, listo para ser destruido. Recibí golpes. Me lastimaron. Me despedazaron.
Resistí. Lancé golpes astutos contra el intruso. Pero el silencio de mi lucha me convenció de que el intruso era yo.
Yo, solo, como el destino dijo que sería.
Robé del ángel sus lanzas e intenté hacerle daño, en una reacción desesperada. El ángel fluctuó sobre mi cabeza e incineró mis vellosidades, me golpeó sin pena y me aventó contra las paredes que yo amaba. Me trató como se trata a un verme.
El suelo se abrió y un abismo negro surgió frente a mí. Quedé peligrosamente inmovilizado al borde de la caída, listo para ser destruido.
El ángel me tiró heces en la cara y me empujó hacia un lugar que no tenía luz, ni aire, ni nada. Estaba siendo aplastado en un túnel, conducido en la dirección contraria al cielo.
Golpes en lo oscuro, desencadenados por las paredes en contracción, me empujaban hasta un lugar donde yo debería agonizar, antes de la expulsión y la muerte.
Entonces tuve la seguridad de que no era más que un gran verme: un pozo de desecho sería mi último hogar. Todavía intenté perforar las paredes del pozo y escapar de morir ahogado rodeado de aquello que no es deseado. Una reacción violenta y contraria arrancó mi último aliento y fui expulsado a la muerte. Fui conducido a la tierra, ahogado por la luz, para quemarme lentamente en contacto con el aire. |